miércoles, 13 de julio de 2011

La ética del decrecimiento (o lo que debería ser la agenda de los verdes)

¿Qué diablos es eso del decrecimiento? La sola palabra suena feo porque nuestros oídos están demasiado acostumbrados a pensar en el crecimiento como algo positivo.
Desde pequeños se nos ha inculcado que uno de nuestros objetivos vitales –si no el único– debe ser crecer. Crecer físicamente, emocionalmente, socialmente, culturalmente y, sobre todo, financieramente. Los países se empeñan en que sus economías crezcan y el aumento del PIB se toma como una señal de mejoramiento absoluto. Y no faltan razones para ello: una economía más grande genera más empleos, lo que a su vez genera más ingresos, más demanda, más producción y, como resultado, más crecimiento de nuevo para asegurar más riqueza. El desarrollo, tanto en las personas como en las naciones, consiste en llegar a ser más de lo que se era antes, especialmente si el aumento es cuantificable. Ese criterio es el que me permite decir que soy más educado si tengo más títulos y he leído más libros, o que soy más culto si voy a más conciertos y más exposiciones, o que soy más sociable si tengo más amigos, sin importar si se trata de mis 600+ “amigos” de facebook o de mis cuatro entrañables amigos de la infancia.
La idea del crecimiento es connatural a nuestra economía, a nuestro pensamiento y a nuestro estilo de vida. En la mayoría de deportes el objetivo es conseguir más puntos. En nuestros trabajos se premia al que consigue más resultados. La publicidad nos pide que compremos más cosas y para ello debemos hacer más actividades que nos permitan conseguir más dinero, para comprar más tiempo, para poder procesar cada vez más información y así, algún día, poder llegar a ser más felices. Desde la óptica del crecimiento, la felicidad es una cuestión de acumulación (tal vez por eso se está volviendo tan crítico el problema de los acumuladores patológicos en sociedades como la norteamericana). El imperativo de crecer y desarrollarnos está grabado con fuego en lo más profundo de nuestra sociedad, de nuestra cultura y de nuestra alma. Desde hace mucho tiempo, los que no crecen son una vergüenza sólo superada por los que no quieren crecer. Esos últimos son la escoria de la humanidad.
Intrínsecamente no hay nada de malo en crecer. Pero si el asunto se mira desde una perspectiva de conjunto, es claro que esta obsesión con el crecimiento a escala planetaria ha tenido y tiene efectos devastadores. En primer lugar, está el problema obvio y aberrante de la desigualdad: el 20% de la gente del planeta controla más del 80% de sus recursos. Más de 2000 millones de personas viven con menos de un dólar al día, mientras unos pocos disfrutan de fortunas que parecen el presupuesto de un país pequeño. Para esa minoría, el crecimiento es algo apenas natural y hasta inevitable. Pero para la mayoría que vive en la pobreza, el imperativo de crecer es simplemente imposible, frustrante e insultante.
Pero, ¿por qué no crecemos todos de la misma forma? Hace unos años se hubiera dicho con descaro que algunas razas “inferiores” no poseían el empuje necesario para sobresalir. Hoy sabemos que la respuesta es más simple: Los recursos no alcanzan para todos. O mejor dicho, alcanzarían si no tuviéramos como objetivo vivir al estilo de las estrellas de Hollywood. Para ponerlo en términos sencillos, si todos consumiéramos al mismo ritmo y en las mismas cantidades que el norteamericano promedio, necesitaríamos entre cinco y seis planetas. El que tenemos (el único), sólo alcanzaría para todos si viviéramos como el colombiano promedio, es decir, a duras penas. Esa es la primera razón por la que el crecimiento sin más puede convertirse en un problema: crecer ilimitadamente en un planeta limitado es una contradicción de términos. A pesar de eso, en octubre de 2011 completaremos el número mágico de siete mil millones de personas sobre la tierra. Siete mil millones, de los cuales la gran mayoría sueña con vivir como Bill Gates o Madonna.
El segundo problema del crecimiento es el mismo que tiene cualquier otra obsesión: la imposibilidad de pensar en cualquier alternativa diferente de aquella que nos obsesiona. El crecimiento obsesivo, en efecto, se acerca mucho a una enfermedad mental. Cuando se entra en el estilo de vida consumista el tiempo no alcanza para nada, el sueldo no alcanza para nada y las satisfacciones no alcanzan a satisfacernos. Y esto ocurre porque siempre necesitamos más: más productos y servicios, que sean más grandes, más gordos, más rápidos y más baratos. Para evitar que las cosas duren demasiado, la industria descubrió el principio de obsolescencia programada: una serie de acuerdos y estándares que permiten que, “mágicamente”, las cosas se empiecen a dañar un tiempo después del vencimiento de la garantía. Y si las cosas tangibles se vuelven efímeras, las vivencias también. Necesitamos tener más estímulos y más experiencias, cada vez más frecuentemente. La publicidad llena permanentemente de deseos cada resquicio de nuestro ser y nos convierte en seres ansiosos, expectantes y dispuestos para el consumo. ¿De qué? de lo que sea, siempre que nos entretenga y nos brinde más promesas.
Como resultado de lo anterior, ningún sentimiento puede resultar tan ofensivo como el aburrimiento. Uno puede divertirse un poco más o un poco menos, pero aburrirse es caer en lo más bajo. No es de extrañar que esta obsesión por hacer siempre más, tener siempre más y vivir siempre mas, termine afectando toda nuestra vida, desde nuestro trabajo hasta nuestras relaciones afectivas. Tener una relación de largo plazo es como estar atascados en un trancón en la autopista, una pérdida irremediable de un tiempo en el que pudimos haber conocido otra gente o producido otras cosas: es un desesperante menos en el universo del más. El deseo de “siempre más” está metido en nuestra médula.
Eso nos lleva al tercer punto: los deseos son, cada vez más, deseos globales. Querer ser una persona respetada en mi entorno cercano no es ya un objetivo aceptable y suficiente. El crecimiento obsesivo nos ordena pensar en grande. Nuestros sueños deben tener el tamaño del universo porque “¡el cielo es el límite!”. Por eso nuestros gustos deben ser cada vez más sofisticados, cada vez más internacionales y cada vez menos locales. Por eso pensamos que comprar cosas importadas en almacenes de cadena es irremediablemente “mejor” que comprar en la tienda del barrio. El mundo no está en donde estamos nosotros. El mundo está en New York, Londres, París y Tokio, y somos nosotros los que tenemos que ganarnos un lugar en ese mundo, abandonando cualquier rastro de provincialismo. Antes era muy difícil hacer un tránsito así, pero hoy en día todo está al alcance de la mano. No hay necesidad de hablar de internet: las mercancías de cualquier país del mundo están a nuestra disposición. El transporte marítimo y aéreo es mucho más barato porque hay mejores tecnologías y el petróleo cuesta menos. El problema empieza cuando el tráfico creciente de barcos, trenes, buses, carros y aviones dispara la quema de combustibles fósiles y con ella las emisiones de monóxido de carbono. Y el problema sigue cuando empiezo a despreciar mi entorno más próximo y mis personas más cercanas porque me distraen de alcanzar ese otro mundo que deseo. No se trata sólo de un problema individual: en las instituciones es aún peor. Sólo hay que ver de qué manera las empresas y las universidades despiden, presionan y pisotean a la gente para mostrar indicadores establecidos por otras personas para otros contextos. Si no lo hacen, no pueden competir globalmente. Y si no se crece a nivel global, el esfuerzo no vale la pena.
Pero el problema continúa aún más allá: la internacionalización de la producción (y de nuestros deseos) necesita de mano de obra barata. Si no fuera así, cualquier cosa importada sería demasiado costosa. Pero para eso está la población de marginados que viven en los países que no hacen parte del “mundo”. Aquellos tan necesitados que darían su vida por un trabajo a destajo, sin horas extra, sin seguridad social, sin dignidad ni respeto. Una mano de obra tan miserable y poco costosa, que es lo único que permite ofrecer productos baratos, de cualquier lugar del orbe, a los verdaderos “ciudadanos legítimos”: aquellos que están en capacidad de consumir y de crecer.
¿Qué es entonces el decrecimiento? El decrecimiento no es sólo un movimiento ecologista, aunque tiene que ver con ecología. No es sólo un movimiento económico, aunque se toca de frente con la economía. Y no es sólo un movimiento político, aunque ha generado partidos políticos y entiende la importancia del poder.
El decrecimiento es ante todo una posición ética que consiste en rechazar la avidez consumista, la cultura del “siempre más” y la ambición desmedida, entendiendo que esos estilos de vida son los causantes de los principales problemas de nuestro planeta. Por eso uno de sus principales promotores, el economista Serge Latouche (sí, economista!), postula la necesidad de dejar de pensar en la riqueza monetaria como la única riqueza posible. Si queremos recuperar un mundo humano tenemos que recuperar también la riqueza de la amistad, del respeto, del ocio y de los valores comunitarios.
Si uno quisiera hacer un decálogo de la ética decrecentista, éste podría ser más o menos así.
1. 1. Volver a la vida simple. El lujo y el exceso no traen felicidad y generalmente sólo son posibles a costa del sufrimiento de otros. Por el contrario, vivir de manera sencilla es una pequeña forma de contrarrestar la aberrante desigualdad de nuestro mundo. Vivir decentemente es vivir con lo suficiente. El despilfarro se toca con la indecencia.
2. 2. Reparar en lugar de reemplazar. No es necesario cambiar de carro porque salió un modelo más nuevo, o porque las llantas están gastadas. Reemplazar cosas innecesariamente puede ser más emocionante, pero sin duda es más costoso para el planeta en el mediano plazo.
3. 3. Consumir inteligentemente. En lugar de dejarnos seducir por la publicidad, podemos preferir los productos y servicios que menos daño hagan al medio ambiente, a la gente y a nosotros mismos. La información de cualquier producto está a nuestro alcance en la red. Ahora es posible saber si las zapatillas de marca que compramos fueron hechas dignamente o si fueron fabricadas en condiciones lamentables por una obrera esclavizada de Bangladesh. Por eso también debemos exigir que las empresas digan explícitamente cómo y con qué están elaborados sus productos, con qué se riegan las verduras que comemos, qué hormonas le inyectaron al pollo del almuerzo o que modificaciones genéticas tiene el tomate de la ensalada.
4. 4. Perder el tiempo y aprender a esperar. El ocio y el aburrimiento son espacios necesarios para nuestra salud psíquica y nuestra creatividad. Además, las cosas realmente buenas no se dan de la noche a la mañana. Hacer una fila o esperar en un trancón pueden ser oportunidades para limpiar nuestra mente de saturaciones innecesarias.
5. 5. Darle el justo valor a las cosas. Al exigir precios bajos a toda costa sólo logramos que mucha gente sea explotada miserablemente en el otro extremo de la cadena. Si respetamos la dignidad de los demás debemos estar dispuestos a pagar precios justos y decentes que reconozcan el trabajo de los otros.
6. 6. Redimensionar y reorientar los deseos. En lugar de desear una mansión o un yate porque sí, podemos entrenarnos en desear relaciones y experiencias más plenas y llenas de significado. No se trata de pensar en grande o de pensar en pequeño. Se trata de pensar con detenimiento qué es lo que realmente queremos para nuestras vidas, y actuar en consecuencia.
7. 7. Revalorizar lo local. Consumir lo que da nuestro entorno cercano es la mejor forma de disminuir el impacto ecológico de nuestras economías y el impacto psicológico de nuestros deseos globalizados. Comprar local ayuda a disminuir la quema de combustibles fósiles. Preferir lo local nos permite mejorar nuestra autoestima y nos enseña a respetar a quienes están más cerca de nosotros. Sobre todo si esos productos locales están hechos con ética, transparencia y respeto por el medio ambiente.
8. 8. Recuperar la memoria y las tradiciones. En la medida en que valoricemos nuestras raíces y respetemos a nuestros mayores, seremos personas más estructuradas, seguras y felices. El crecimiento obsesivo se ha hecho muchas veces a costa de nuestra memoria, pero siempre necesitaremos anclajes individuales y colectivos que nos permitan dar un sentido profundo a la existencia.
9. 9. Construir y fortalecer vínculos de largo plazo. Tratar a las personas como si fueran mercancías efímeras es un camino seguro a la soledad. No importa si se trata de relaciones comerciales, afectivas o laborales. Las verdaderas amistades y el verdadero amor exigen esfuerzo y sacrificio. Pero siempre, siempre valen la pena.
10. 10. Revalorizar lo místico y lo sublime. El pragmatismo del crecimiento obsesivo nos ha inculcado la idea de que sólo existe lo que se ve en la superficie, lo que está al alcance de la razón. Sin embargo las experiencias más importantes de la vida son casi siempre las que nos llevan a creer que hay algo más allá de nuestra limitada comprensión y de nuestra efímera existencia.
Es posible que para algunas personas todo esto suene a una utopía bonita, pero melancólica y trasnochada. Además se puede pensar con mucha lógica que, si todos actuáramos así, la economía colapsaría y habría una crisis inevitable. Al fin y al cabo estamos metidos hasta el cuello en un sistema que depende de las ambiciones individuales para sostenerse. Sin embargo, siendo realistas, no existe la más mínima posibilidad de que algo como esto ocurra. Por el contrario, un proceso gradual de toma de consciencia puede contribuir a que poco a poco vayan cambiando las prioridades de nuestra sociedad. Pero una cosa es segura: el curso que llevamos actualmente sólo nos conduce al abismo. Bien sea que optemos por profundizar las deficiencias del sistema o por cambiarlo completamente, cada vez es más claro que el futuro del planeta no depende de los gobiernos ni de las empresas. Las decisiones que harán la diferencia están en cada uno de nosotros, en los productos que compramos y las cosas que deseamos, y en el trato que damos al planeta y a los demás.



Para profundizar en el tema del decrecimiento sostenible:

La historia de las cosas. Video corto y sencillo que muestra la cadena de producción de las cosas que compramos y el impacto de nuestro consumo en el planeta.
Home Video sobre el cambio climático y la catástrofe que se avecina. Uno de los más hermosos documentales que se han producido en los últimos años.
Obsolescencia programada. Documental franco-español sobre la estrategia de la obsolescencia programada en los productos del mercado globalizado.
Food Inc. Impresionante documental sobre la cara perversa de la industria alimentaria norteamericana.
Carlos Taibó. Entrevista corta con el académico español sobre el tema del decrecimiento.
Serge Latouche, ideólogo del decrecimiento Entrevista con el economista francés sobre el tema del decrecimiento
Simplicidad voluntaria y decrecimiento Serie de videos que muestran las actividades y opiniones de un grupo de partidarios del decrecimiento sostenible.


2 comentarios:

Andrés Samper dijo...

Muy bien por este comentario Oscar, muy claro y contundente. Lo más paradójico de todo es que la obsesión del "más y más" no solo está destruyendo el planeta sino que, en el fondo, no nos está llenando, no nos está porporcioando plenitud. Muy pertinente esta manera de pensar al momento de educar a nuestros hijos; los niños son los blancos más importantes para las estrategias del mundo del consumo, pero también saben lo que es "perder el tiempo", jugando, por ejemplo, sin sentir aún que lo están "perdiendo". Pero el límite entre las dos "formas de vivir" es frágil, como estar sobre el filo de la navaja. Por último: si bien parece ésta la mejor estrategia de resitencia, fundamentada en las micropolíticas, no hay que perder de vista que alguien también tiene que tratar las estructuras,las legislaciones, esta pofunda inequidad estructural....

Carlos Ortiz Urshela dijo...

Excelente entrada, la belleza de la simplicidad debería ser el manifiesto de vida de todos los hombres. Voy a recomendar esta entrada a mis amigos.